Una Navidad Diferente

Susana abrió su regalo. Era una caja cúbica envuelta en papel rosa con motivos davideños: campanas, caras de Santa Claus y copos de nieve. Sin piedad alguna rasgó el papel, con la premura de quien teme que el paquete se desvanezca ante sus ojos.

En años anteriores había recibido las típicas muñecas de cuerpos esbeltos y había acumulado tal cantidad y variedad que al entrar a su dormitorio parecía que se abría paso entre un desfile de modas o algo así. No habían faltado las casitas y los autos color rosa, muñecas de trapo, cajitas de música y cosmetiqueras de fantasía. Sus papás habían salido, como hacían desde hacía muchos años, a visitar a sus amigos y familiares, pero como eran fiesta de mayores en las que se bebía y hablaba cosas de grandes, lo mejor era que ella se quedar en casa, al cuidado de la niñera, quien, a pesar del día de fiesta, continuaba al cuidado de la niña. Era hija única de padres bastante mayores. A sus ocho años no contaba con muchos amigos, pues en el residencial en el que vivían la política del vecindario era no intimar con nadie. A pesar del tema del virus y de las medidas sanitarias de protección que la comunidad había adoptado, no faltaba quienes, en franco alarde de desobediencia o de invulnerabilidad, continuaban con su vida de siempre. Tales conductas irritaban a quienes se situaban dentro del bando de los obedientes y, quienes, a su vez, eran objeto de burlas y menosprecio por parte de los despreocupados. Pero ese día era navidad y en todos los lugares reinaba el ambiente navideño y las personas parecían también más amigables y contentas. La temperatura había descendido tanto que la gente usaba felpudos abrigos y gorras de lana. Susana usaba, contra su voluntad, un ceñido suéter de lana blanco y una abombada gorra del mismo material y del mismo color. El exceso de ropa, según ella, la hacía sentir incómoda, como quien estuviera atrapado en una enorme dona de hule. La niñera había encendido el televisor de la sala, y al cuarto de Susana llegaban las voces de un coro navideño que quizás era parte de una película de temporada. Para no sentirse sola, Susana había hecho amistad con su amiga imaginaria, a quien había puesto el nombre de Ruth. Con ella jugaba a tomar el té, a cambiar de ropa a su harem de muñecas o a contarse historias fantásticas de gigantes y dragones, cuyos argumentos conocía por los libros que su mamá le había regalado, libros que abundaban en increíbles ilustraciones de gran colorido, con breves textos de letras grandes. Algunos de esos libros eran de vinilo y se los llevaba a la tina para hojearlos mientras Paula, la niñera, le enjabonaba el cuerpo y le pasaba el agua tibia de la regadera. Ruth se sentía muy feliz al escuchar los relatos de su amiga Susana, y Susana la pasaba muy bien con Ruth. Ambas se habían autoproclamado las princesas del bosque prohibido, el cual era asediado por gigantes malvados o dragones monstruosos, pero siempre salían avante con el uso de sus encantamientos y fórmulas mágicas que convertían a esos seres malvados en pequeñas mariposas y saltamontes de colores.

La tardanza de sus padres, luego de que terminara la cohetería de las 12 y las pocas luces celestiales en formas efímeras de rosetones o flores de fuego multicolor, había inquietado a Susana. Las voces de los coros de la televisión se habían apagado y Paula tal vez se había quedado dormida en el sofá de la sala. En lugar del coro sonaban ahora unos molestos ruidos agudos que parecían silbadores, que sin duda algunos niños mayores del vecindario estaban quemando, pero cuyo sonido era intermitente y molesto. Además, la lámpara de su dormitorio, una lámpara que imitaba una gran flor de loto color lila en la pequeña mesita de noche, había comenzado a titilar. Escuchó algunos pasos que venían y se alejaban. Probablemente Paula se había levantado del sofá y estaba acomodando cosas en la sala y entraba y salía de la cocina abriendo y cerrando la puerta de dos batientes que hacía un sonido de fuelle al cerrarse. Tal vez estaba preparando el ponche, una bebida sabrosa que le gustaba mucho a ella y a sus papás. Recordó el sabor dulce de la bebida, con sus trocitos de manzana, papaya y pasas y añoró una taza, pero en ese momento la estaba invadiendo el sueño, un sueño que se estaba metiendo entre sus párpados como copos de nieve tibia que cayeran del cielo falso de su dormitorio, en el que habían estampados de nubes y angelitos. Recordó que tenía que abrir la caja de su regalo, ese cubo de cartón que había quedado al descubierto al hacer trizas el papel regalo de campanas y Santa Claus, pero el sueño que se apoderaba de sus ojos no le permitía fijar la vista en el paquete, ¿otra muñeca? Además, el grueso suéter blanco no le permitía mover sus brazos con facilidad. El sonido de los silbadores y el fuelle de la puerta de la cocina, así como el ir y salir de Paula se fueron volviendo cada vez más suaves. Pensó en sus padres, que ya tendrían que haber regresado de su paseo. “Cuando vengan ya estaré dormida” pensó.

Los padres de Susana llegaron por fin. Entraron por la puerta de los dos batientes que al cerrarse hicieron un sonido como de fuelle. Se habían colocado la indumentaria obligatoria. Disponían de sólo quince minutos para estar con la niña. El ruido como el de los silbadores era intermitente entre las máquinas que, además, emitían ciertas luces de alarma. Susana se había quedado dormida, abrazada al cubo de su aparato y la escafandra de plástico le daba el aspecto de una pequeña astronauta. Los médicos y enfermeras entraban y salían de la unidad de cuidados intensivos de pediatría. Susana jugaba con Ruth en su paraíso de gigantes y dragones.

© Leo Sam (Omar Sandoval) 26 de diciembre de 2020

 

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